ALVARO GARCÍA
Eran las seis de la mañana cuando mi mujer y yo dormíamos tranquilamente. Tenemos por costumbre levantarnos a las seis y media para prepararnos para ir al trabajo.
Dormíamos profundamente, en ese momento, cuando mi hijo Daniel nos despertó diciéndonos que en la puerta había dos ertzainas. Nos levantamos rápidamente con un mal presentimiento sobre nosotros, todavía adormecidos. Fue la mujer, vestida de paisana al igual que su compañero, la que nos dijo, sin rodeos, que lo sentían mucho pero que nuestro hijo Álvaro había fallecido en un accidente de tráfico.
“¿Qué ha ocurrido?” – les preguntamos.
“Su vehículo ha sido golpeado por una persona que conducía bajo los efectos de drogas y alcohol”.
Es curioso cómo el cerebro nos protege en ese momento de un dolor que puede ser insoportable. La noticia nos llegó con cierta distancia, como si hablaran de otra persona, de manera que permanecimos tranquilos los tres, en silencio, quizás elaborando cada uno la nueva situación que se nos presentaba en nuestras vidas.
“¿Necesitan ustedes un médico?” -nos preguntaron.
Al marcharse nos quedamos los tres de pie en la entrada de casa, mirándonos, intentando entender algo de lo que nos acababan de decir.
Mi mujer me preguntó – ¡¿qué nos ha pasado, Gumer?!
El cerebro nos seguía protegiendo frente al dolor. No había lágrimas, ni gritos, tan solo incredulidad y desconcierto. De una manera mecánica empezamos a hacer llamadas a la familia, a algún amigo, a compañeros del trabajo…. Al de una hora la casa estaba llena de personas, las hermanas de mi mujer, mis cuñados, mi hermano y su mujer, una pareja de amigos, compañeros del trabajo de mi hijo, mandos de la policía autónoma.
Fue uno de ellos, muy amable, quien sacando un pequeño papel me dijo que me iba a explicar lo que había sucedido.
En él hizo un mal dibujo apresurado, pero muy gráfico, de la rotonda de Romo que queda a unos doscientos metros de donde vivimos. Álvaro había salido de casa hacia las cuatro de la mañana para dirigirse a su puesto de trabajo en la comisaría de la Ertzaintza de Hernani. Pasados unos veinte minutos de su salida de casa, ya había fallecido. Parece ser que se le ocurrió repostar combustible en un centro comercial cercano cuando, antes de entrar en la rotonda, un coche de la policía local le hizo señales para que detuviera su coche por llevar una luz trasera fundida. Lo hizo a unos seis metros de la entrada a la rotonda. De repente, oyeron un fuerte estruendo que los policías no supieron identificar en un primer momento. El caso es que tuvieron que esquivar el coche que se les venía encima a gran velocidad, golpeando este, lateralmente, el coche de mi hijo, en su parte más frágil y en el lado del conductor. El coche quedó, además, empotrado contra un muro muy sólido que hay en ese lugar.
Todo ello sucedió, según el atestado, en el “intervalo de un segundo”. El coche había entrado a unos cien kilómetros por hora donde el límite era de cuarenta, había invadido la zona lateral de la rotonda llena de piedras de frenado para vehículos y habiendo cogido un poco de vuelo, volvió a caer sobre la carretera. El conductor perdió el control y haciendo un giro casi imposible a la derecha, acabó con la vida de Álvaro
El conductor había dado positivo en alcohol y drogas y salvó su vida gracias a la de mi hijo ya que el golpe contra el muro hubiera sido mortal para él. Ironías de la vida. Fue llevado al hospital con dolor en el pecho y al día siguiente, dado de alta. Durante el recorrido aún tuvo tiempo de bromear con los agentes de la policía autónoma, quitar la gorra a uno de ellos, llamarles amigos y decir incoherencias.
Álvaro tenía 29 años.
Desde entonces he vuelto muchas veces al lugar del accidente, quizás por imaginarme la última mirada de mi hijo, su cara de sorpresa, su último pensamiento.
Cuando el dolor más absoluto empezó a invadirnos y siguiendo el consejo de una conocida, reaccionamos llamando a un médico de familia de Sestao para pedir ayuda. Este, junto con otro compañero, lleva un grupo de duelo donde nos hemos juntado varios padres y madres que hemos perdido a un hijo. Pasados dos años, seguimos asistiendo a las sesiones. En ellas, expresamos emociones, hablamos de nuestros hijos y de nosotros, ya que poner palabras a esta situación tan traumática hace que el dolor se vaya asentando, canalizando, atenuándose, aunque la tristeza parece convertirse en una fiel compañera.
Así mismo, otra persona me pasó el teléfono de Stop Accidentes (actualmente Stop Violencia Vial País Vasco) y hablé con Rosa Trinidad, delegada de la asociación. Muy respetuosa con nuestro dolor, me dijo que todavía estaba todo muy reciente. Me volvió a llamar al de cinco meses y desde entonces hemos participado en algunos encuentros y hemos conocido a otras personas víctimas de la violencia vial con las que hemos compartido el dolor y el deseo de que situaciones así no vuelvan a repetirse.
Y mientras, seguimos viviendo, sintiéndonos algo más fuertes y acompañados.
Me llega un texto de una persona que ha perdido a su pareja:
“Cuando me encuentro mejor y tengo un día sin agujas en el corazón no es porque me haya olvidado de él (o de ella), sino porque su amor está en mi interior”.
Igual que el amor de nuestro hijo Álvaro.
Gumer García Iturrioz.
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